miércoles, 6 de octubre de 2010

CUANDO ELENA DIO EL FINAL.

(CUENTO DE BEATRIZ LILIANA ESLIMÁN)



Esa mañana Elena salió de su casa, como siempre, con el apuro de llegar a horario a su trabajo. Llevaba un abrigo largo azul, a manera de un biombo que escondía su espléndida silueta, ya promediaba los cuarenta años, pero todavía, a pesar de sus esfuerzos de esconderse, su andar apurado le marcaba el contoneo de sus caderas originados por la corrida matinal. Tomó, en la Estación Coghland, el tren de las siete y treinta con destino a la Estación Terminal de Retiro, aún a esa hora quedaba todavía algún hueco para que ella subiera antes de que se colmara de pasajeros. Llevaba una chalina turquesa que cubría su rostro y su fino cuello, pues el frío era intenso a aquellas tempranas horas de la mañana. Ni bien se desocupó un asiento, ella se sentó, y posó su mirada en el hombre que estaba frente a ella, ese rostro le era tan familiar y conocido, ya que no había día que no se topara con él en su trayecto hacia la oficina. La primera mirada entre ambos significaba un saludo sin palabras, la segunda mirada, ya los hacía cómplices de un sentimiento extraño que de a poco les iba ganado el corazón. Ambos desconocidos bajaron en la estación de Retiro, cada uno tomó diferentes direcciones, mientras la niebla, todavía cubría la ciudad invernal y no dejaba ver con claridad la Torres de los Ingleses, ni los altos edificios del Barrio de Catalinas. Como siempre, Elena ese día caminó lento por la inmensa plaza, luego cruzó la ancha avenida y se dirigió hacia la elevada Plaza San Martín, que con sus árboles añosos, la protegían del rocío que aún caía en esa especial mañana de agosto. Sabía que esta jornada en su trabajo le iba a ser hostil, pero la razón precisa de tal rechazo no era su tarea de traductora en la agencia de comercio exterior, sino porque internamente presentía que hoy sería el día de la definición… Subió al ascensor, hacia el vigésimo piso, y al entrar en la espaciosa y moderna oficina, inmediatamente los grandes ventanales le daban la bienvenida con vistas al Río de la Plata, y si no fuera por la época del año, ella hubiera disfrutado en cada entrar el divisar de las costas del Uruguay desde aquellas alturas porteñas. Entró a su despacho vidriado, y espió para ver si Ignacio había llegado. Y para su asombro, él ya ocupaba su cómodo sillón y estaba dando los primeros tipeos al teclado de su computador. Seguramente estaría entrado a algún sitio de Internet para ver las últimas noticias en las cotizaciones de las bolsas de Oriente que a esa hora, ya habían cerrado; para luego emprender un día lleno de llamados, e-mails y faxes, que le dieran órdenes y contraórdenes para resguardar el dinero ajeno. En un costado del escritorio de Ignacio, había una foto desde donde su esposa y su hija le sonreían con una bella montaña nevada de fondo. Elena, se quitó su abrigo, y este día irradiaba luz propia, lucía magnífica, con un fino vestido de color natural, tejido en la lana de seda, y unos zapatos altos que le daban el toque femenino, que ella quería siempre ocultar, vaya a saber uno porqué motivo en su rutinario recorrido hacia la oficina. Esperó que Ignacio viniera a saludarla, y efectivamente a menos de cinco minutos de su llegada, éste se acercó, con la indiferencia de siempre y con un tibio beso la saludó en la mejilla y luego se dirigió a su escritorio siguiendo con su trabajo como todos los días; ella quedó sola, como siempre…, y esta soledad la iba desangrando día tras día, hasta que la jornada finalizara y emprendiera el viaje de regreso a su hogar, en donde el tibio beso se repetía con un poco efusivo “hasta mañana”. Cada saludo para Elena, era como un sorbo amargo, otra nueva desilusión, pero ese día fue distinto; Ignacio esperaba un llamado de Wall Street para cerrar el último acuerdo del día. Eran las siete y media de la tarde en Buenos Aires, el sol ya se había escondido, hasta el día siguiente, y por aquellos ventanales, entraba una tímida luz de luna mezclada con las luces de la calle. Las ventanas vecinas se iban apagando lentamente e iban indicando el fin del día laboral. Todos los integrantes de la compañía de Comercio Exterior iban retirándose a sus hogares, pero Elena, permaneció, bajo el pretexto de que aún le quedaba un e-mail urgente por traducir; entonces ambos quedaron solos, ella contempló desde el vidriado de su despacho a Ignacio con un dejo de tristeza y melancolía, con amor y desilusión , sentía el despecho de aquel ser tan cercano en proximidad y eso le alimentaba sus ocultas intenciones, no quería tomar la decisión que por su cabeza había estado pensando por meses, pero esa era su oportunidad…quizás su única y última oportunidad. Aún en estado de desesperación y de lo que iba a cometer, Elena se veía hermosa, a pesar que el despecho le iba a permitir dar el punto final a esta historia que nunca fue para ella más que un saludo, una mirada casi indiferente y un hasta mañana despojado de amor. Luego de una hora de permanecer en la oficina a destiempo, Elena bajó rápidamente los veinte pisos que la distanciaban de la calle, era tal el apuro por salir, que ni se dió cuenta que sus ojos derramaban lágrimas incontenibles, aquellas que por años había guardado en su solitario corazón, frente a la indiferencia más fría y cruel de Ignacio. Llevaba su abrigo largo azul, que por suerte tapaba su vestido claro, y en ese instante advirtió que era bueno tener un abrigo tan largo, porque debajo, se escondían varias manchas de sangre y como siempre el abrigo tapaba…ese día tapó más …. había sido el día de su “definición” el darle fin a la vida de Ignacio junto a su desprecio consciente y a su locura de amor. A la mañana siguiente, Elena ya no estaba en el tren de las siete treinta con destino a la Estación Terminal de Retiro, y su compañero del viaje cotidiano se asombró de su “ausencia sin aviso”. Mientras tanto, Elena estaba a esa misma hora frente al Juez de Instrucción, callada…muda, ninguna palabra salía de su boca, solo su corazón se atrevía a seguir derramando lágrimas, como única manifestación de vida. Era una inerte Elena que sollozaba sin más aferrándose a su largo abrigo azul…. Dicen que hoy en día en la Cárcel de mujeres, Elena sigue sin hablar, solo de vez en cuando murmura un nombre, el de Ignacio y llora sin cesar y un hombre extraño y solitario, que ella dice no recordar, la visita todos los domingos porque extraña su dulce mirada y compañía en el tren matinal, que ahora lo lleva a la estación de Retiro, en soledad.

©copyrigth 2010. de Beatriz  Liliana Eslimán.( derechos reservados del autor) 


No hay comentarios:

Publicar un comentario