viernes, 19 de agosto de 2011

LA CARTA


(CUENTO DE BEATRIZ LILIANA ESLIMÁN)


Llovía, y como siempre Buenos Aires se veía hermosa, la gente volvía de sus trabajos, las calles se inundaban de paraguas multicolores, como presagiando al arco iris que precede a la lluvia.
Nada es fácil en esta ciudad y menos aún conseguir un taxi a la seis de la tarde de un viernes gris y lluvioso. Todos los transeúntes querían llegar a destino, la prisa los hacía empujarse unos con otros, en esa multitud presurosa por llegar al fin de semana. Una mujer elegantemente vestida y con tacones intentaba saltar un charco de agua, una madre y su niño corrían, pero ya era tarde, la fina lluvia los cubría de pies a cabeza. Más allá una anciana intentaba llegar a la escalera del metro, porque justo ese día el ascensor externo había dejado de funcionar, así que media tambaleante, enfundada en un impermeable gris y viejo y con un paraguas roto por el viento, sus deseos la hicieron llegar a destino bajando las escaleras con un sigilo casi felino. Detrás dos mujeres jóvenes de unos quince años sin protección alguna, recibían  a la lluvia en sus cabezas como agua bendita, y reían a carcajadas de la situación ó quizás de algún secreto que solo ellas escondían.
Cada uno tenía un destino, como dije antes, todos diferentes, tan desiguales, estaba el que quería llegar a casa para no mojarse sin más, la que deseaba llegar al supermercado para refugiarse un rato de la lluvia, el motociclista que debía entregar una medicina a tiempo, el sacerdote que a las siete de la tarde debía dar misa en la Iglesia del Pilar, pero también había gente que no tenían un destino y casi podría decirse que tampoco…un final. 
En todas las grandes ciudades, los viernes son de infierno, y si a eso se le agregaba la lluvia, era un día caótico, esos de olvidar, pero a pesar de todo ello, Buenos Aires se veía hermosa.
Juan recorrió casi media ciudad desde, su oficina, en el Barrio de Belgrano hasta San Telmo, dicho objetivo maratónico tenía un motivo, llegar y encontrarse con Irene, su compañera, su mujer, la que siempre lo esperaba con una buena taza de  café humeante y unos scons caseros que ella misma le preparaba como  pequeña demostración de su amor infinito. Cada tarde de invierno era igual, no debía cambiar, siempre era así. Juan llegó a su casa, dejó el impermeable húmedo en el pasillo, y a un costado su maletín, recorrió el largo hall de entrada de la inmensa casona antigua, de la calle Balcarce, subió por la amplia escalera de mármol blanco apoyándose en las barandas de bronce con figuras de ángeles y flores en armonía celestial, llegó hasta el primer piso,  y el silencio era tan grande, que la lluvia al caer contra las ventanas, provocaba mayor estruendo; la oscuridad era inusual, y hasta le sorprendía, pues no era normal que se le recibiera con tanta indiferencia. Giró a la derecha directo hacia el cuarto y nadie había allí, ni siquiera el gato se acercó a recibirlo, pero alcanzó, a percibir inmediatamente al entrar a la habitación, que allí había estado Irene porque suyo era ese perfume mezcla de jazmines y magnolias, que le recordaba el verano en pleno invierno porteño.
Era todo tan extraño e inusual, que su presentimiento lo agobiaba.  Hizo un  vano intento por llegar hacia el teléfono, hacer una llamada que despejaría la fría soledad de su alma  pero dió un paso hacia atrás,  y el arrepentimiento se apoderó de él. Inmediatamente vino a su mente la última conversación con Irene, una de las tantas que venían apareciendo como fantasmas para desintegrar la ilusión que aún le quedaba. Entonces un  pálpito  le decía que esa situación sonaba a un adiós, aunque no lo quería entender,  pero así su corazón se lo decía…
Abrió las puertas del gran placard, y en el lugar que ocupaban las ropas  y objetos  personales de  Irene, ya no existían mas que espacios vacíos.  Inerte con sus manos paralizadas, y un nudo en la garganta,  su mirada quedó fija en los estantes y sus ojos se llenaron de lágrimas, pues su mal presentimiento, era real, ella había partido como su instinto se lo decía.
Se colocó  su impermeable, cerró la puerta de entrada y lentamente se alejó caminado por el antiguo Barrio de San Telmo, con sus calles angostas y de adoquines, caminando sin rumbo, caminando como uno más en ese tumulto de gente que quería llegar a sus casas para encontrar cobijo de la lluvia, para encontrar amor y compañía.
Ensimismado en su dolor, casi ciego de espanto y soledad,  no pudo ver a tiempo que arriba de la cómoda una carta estaba prolijamente colocada al lado de un portarretratos de la pareja cuya foto dejó  plasmada para siempre alguna lejana época  de la perdida felicidad. Advertido del mensaje, su corazón comenzó a palpitar tan rápido que sus pies iban más lentos que sus latidos, y sus manos se alzaron a tomar ese sobre, que aún tenía  un dejo de dulce perfume; en ese mismo instante un relámpago se hizo ver con todo su fulgor desde uno de los ventanales de la habitación, y luego vino el trueno que lo ensordeció.  La sensación   era como una  fría daga  que le asestaban por la espalda y atravesaba su corazón, y  Juan creyó que era un sueño, un mal sueño, y que pronto acabaría,  y la realidad le daba el golpe final ver que en sus temblorosas manos estaba la carta, entonces la abrió, aunque dudo unos instantes en leerla,  no antes como un ritual de ruego se la acercó a su pecho como pidiendo a Dios que fuera un maldito sueño, pero era inútil, el papel entre sus manos, con la  cursiva letra de Irene, lo estremeció primero y lo fulminó después, y con lágrimas en sus ojos la leyó.  Siguiéndole un largo largo rato de necesario silencio, solo el sonido de la lluvia se atrevía a violar semejante intimidad en aquella habitación en penumbras. Dejó la carta en el mismo lugar en donde la había encontrado, cerró las puertas del placard vacío ya de esperanzas e ilusiones  y  bajó la escalera con paso desordenado, no podía mantenerse en pie, su soledad le golpeaba el alma en esa casona tan inmensa,  tan llena de recuerdos.
 Juan caminaba sin destino, acompañado de recuerdos que golpeaban fuerte  en  busca de  la puerta del destierro, ya era uno más de aquellos seres que caminaban por Buenos Aires con la mirada fija en nada, aunque en su corazón aún latía la esperanza de que Irene regresara como si todo hubiera sido un mal sueño, un maldito sueño y nada más… 
©copyrigth 2011. de Beatriz Liliana Esliman.(derechos reservados del autor)

1 comentario: